Ánfora
La nueva tendencia
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Aunque esencialmente siga siendo la misma, la enología no deja de reinventarse inspirándose en el pasado. Hoy en día lo vintage está de moda y el no intervencionismo es una religión. Por supuesto, se trata de técnicas antiguas aunque perfeccionadas, de ahí que en las descripciones técnicas encontremos muchas fórmulas de esas que valen para todo: «alianza entre tradición y modernidad», «el pasado revisitado» o cualquier otra frase por el estilo. El objetivo es el mismo: instaurar un diálogo entre diferentes épocas. Se recuperan usos y herramientas del pasado para actualizarlos y darles un cariz más moderno. En el ámbito de los recipientes, la tendencia «neo retro» del momento es, sin duda, el ánfora.
Ahondemos un poco en esta palabra. Un ánfora era normalmente un recipiente de poco volumen (< 30L) con dos asas para poder ser llevada por una o dos personas. Por lo tanto, se usaba principalmente para el servicio. Cuando se trata de recipientes de gran tamaño, cuyo volumen y peso imposibilitan su manipulación (sin asas), lo propio es hablar de vasijas, dolia como las llamaban los romanos, o tinajas kvevri utilizadas ininterrumpidamente desde el siglo VI a.C. en el norte del Cáucaso… Pero sea cual sea el vocabulario, el regreso del ánfora se debe a su composición: la arcilla.
Hagamos un breve repaso de las cuatro últimas décadas en cuanto a recipientes se refiere:
– Hace cuarenta años, nuestras bodegas de vinificación estaban ocupadas por antiguos toneles de madera de pequeña y gran capacidad (>200hl) y por cubas de hormigón (en su mayoría de 150 a 350hl).
– Luego, los toneles, de higiene dudosa, se transformaron en muebles con una pátina increíble o se utilizaron para alimentar el fuego de las chimeneas. Los depósitos de acero inoxidable ocuparon su lugar y el hormigón, revestido con resina epoxi, recibió una nueva vida.
– Sin ser sustitutivos de nada, sino un complemento para los recipientes que ya existían, las barricas de roble de pequeña capacidad invadieron nuevos espacios de la bodega especialmente dedicados a ellas.
– Estas barricas bordelesas (225L) y borgoñonas (228L) pronto aumentaron de tamaño (400, 500, 600… 3500 litros) hasta convertirse de nuevo en toneles, pero sin llegar a los tamaños de los años 50.
– Después, la misma lógica se aplicó al hormigón; pequeñas cubas de formas varias pasaron al primer plano de la escena enológica. Esta vez la clave estaba en no revestir sino utilizar el mineral «al natural».
– El siguiente paso lógico fue desempolvar el ánfora de terracota. 2600 años después de haber sido desterrada (casi totalmente) de la bodega.
Hoy en día, todos estos recipientes coexisten, a veces en el mismo lugar, para ofrecer más posibilidades a los creadores de vino. Una de las particularidades de la arcilla es que es impermeable a los líquidos, pero no completamente a los gases. Al igual que la madera, la arcilla deja al vino «respirar», algo que no hace el acero inoxidable, favoreciendo su desarrollo (los puentes tanino-antocianina se crean gracias al oxígeno, la autólisis de las levaduras es efectiva) y beneficiándose sin absorber los aromas de la madera que algunos técnicos consideran parasitarios. Su ventaja respecto al hormigón es que es mucho más resistente a los ácidos y las bases. La ausencia total de hierro alrededor de la barrica y dentro de la estructura de hormigón no crea ninguna conductividad eléctrica y, por tanto, no perturba la acción de las lías. Al final, la arcilla, que no transmite ninguna sustancia aromática al vino, parece ser el mejor vehículo para subrayar el carácter frutal de la uva y las especificidades del terruño.
La vinificación en ánforas es, de por sí, muy natural. Sin embargo, el material no es neutral. Una larga crianza en arcilla «abierta» puede oxidar un vino ligero o más reactivo al oxígeno, como un garnacha negra. Para estos vinos, es necesario elegir un gres que sea más rico en sílice y con una temperatura de cocción más elevada (hasta 1200°C), lo cual vitrificará en cierta medida la arcilla y la dejará con poca porosidad residual. Por el contrario, un monastrell, un tempranillo o un cabernet sauvignon se beneficiarán de la terracota pura, cocida a temperaturas no superiores a 1040°C. A medio camino entre el gres y la terracota, algunos alfareros ofrecen arcillas que yo llamo «técnicas». Les añaden ciertos componentes minerales a la base de arcilla, ya sea para mejorar su prestaciones mecánicas o, como en el caso del sílice, reducir su porosidad frente al gas.
Las arcillas de base (Francia, Toscana, China, Alemania…) se eligen en función de sus características fisicoquímicas y se envían a fabricación según un uso enológico. La forma del recipiente también tiene su importancia, pero esto se aplica a cualquier tipo de material. Alargadas, horizontales o verticales, redondas, en forma de huevo o de pera, de 200 litros o de 3000, según se destinen para vinos tintos, rosado o blancos, o para una crianza sobre lías… el bodeguero elegirá la más adecuada según el resultado buscado. Una vez determinada la forma y el tipo de arcilla, el bodeguero podrá elegir entre vinificar en el ánfora (al ser un proceso poco intervencionista, las uvas deben ser de una calidad impecable), y/o criar el vino tras la fermentación en otro recipiente.
Usar recipientes de arcilla que no transmiten sustancias aromáticas al vino parece una opción lógica en la tendencia de vuelta a lo «natural». El ánfora, asociado por lo general a la agricultura ecológica y biodinámica, dista mucho de ser el último artilugio de moda. Tanto para el productor que busca la autenticidad como para el consumidor cansado de los sabores uniformes en cierto modo, la arcilla es el vehículo ideal para resaltar el fruto de la variedad de uva y las características específicas del terruño. Sin duda, el ánfora hará que el viticultor preste especial atención a la calidad de las uvas antes de pasar a la bodega. La frescura que aparece tras una crianza en ánfora durante varios meses habrá de terminar por convencer a los más escépticos.
Por Xavier-Luc Linglin - Director General